6/24/2010

Me preguntas ¿por qué eres la noche,
bestia desagradable?

“Se llamaba Soledad y estaba sola,
como un puerto maltratado por las olas.
Coleccionaba mariposas tristes,
direcciones de calles que no existen,
pero tuvo el antojo de jugar
a hacer conmigo una excepción
y primero nos fuimos a bailar
y en mitad de un “te quiero” me olvido.

(Joaquín Sabina)



Si bien o mal era habitual interrumpir descaradamente el espacio en el tiempo pasado, al verla insurrecta de estructura y palabra, quise celebrar con ella su próximo funeral y saberme entre sus piernas aunque no fuese lo correcto.
Varios días me dediqué a acercarme a su corazón de pirata, mas me topé con una coraza dura parecida a una perra rabiosa que no me dejaba cruzar hacia el jardín de su pecho, salvo le ofreciese carne sincera y cariños lujuriosos embetunados por alcohol y psicotrópicos variados.
Ella siempre gusto de ir un paso adelante de mí, sin embargo, por lejos, aquel hecho jamás me molestó, debido a qué de esa manera podía mirarla por atrás y ver como la cabellera le manchaba la chaqueta con guirnaldas blondas y como el trasero se le marcaba en los ajustados jeans que acostumbraba a usar.
Al cabo del tiempo nos convertimos en la pareja perfecta.
Ella procuraba ser demoníaca y quizá alejarse moralmente de mí con sus historias descabelladas, ya que según puedo entender, a estas alturas en las que ella ya desapareció, qué incluso creía que yo era, también, una especie de diablillo.
A pesar de todo, yo me dediqué a su felicidad, a lo que creía le gustaba del suicidio lento de la bohemia y el despilfarro, a compartir los excesos y las mentiras y vilipendiar al universo y reírnos bajo el influjo dionisiaco de una mágica mata.
Hice un millón de fiestas en su nombre, la presenté en mi mundo como la Reina de otro universo mejor y más honesto. La honestidad había mutado en su paradigma, obviamente, mi amor por ella no podía ser divisado salvo por el prisma sublime de una ética que (aún) no existe. Ella también me amaba, lo sé, pues me cuidaba en el ocaso, me acompañaba al hospital psiquiátrico cuando yo quería descansar del agobio de la realidad y fue la abogada de esta causa perdida llamada Pavlo Zamorano.
Innumerables veces me prestó dinero y nunca me lo cobraba, pues sabía que yo, igualmente, era ella y le daba todo lo que poseía a mi alrededor.
En ocasiones memorables íbamos a restoranes de lujo, a los más elegantes de Santiago y comíamos y bebíamos como los ricos que nos explotan. Nos portábamos mal y éramos tan naturales que asimismo conversábamos con mendigos, travestís y prostitutas infantiles.
Juntos vivimos todas las vidas y lo exquisito de nuestra aventura era que nadie sabia de aquello, de nuestra complicidad absoluta que nos unía cada vez que los demás se descuidaban.
Yo la miraba como todas las mujeres de mi vida. Yo la amaba! Creedme amigos míos! Aunque no soy hombre que desprecie a las mujeres. Ella era mía y de todo el país y sabia secretos que aún desconozco.
Y me pasé gran parte de los días peleando por su respeto y su cariño incondicional. Creo que incluso asesiné a un par de ignorantes cuando se atrevieron a mencionar el nombre de tan gloriosa mujer. Le prometí la eternidad a mi manera, a la manera de los malditos inmortales. Y aunque ella se alejó de mí con trompetas y platillos, por qué pensó que lo mejor para el demonio era la Soledad, y me partió el corazón con su traición y su partida irremediable, yo me di cuenta de qué igualmente debía cumplir la promesa que le hice: “nunca estarás en el olvido” Mi Lobita.

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