2/16/2013




Habían días en que la vida dolía
                                                todo
en derredor borroso tenía el aspecto
de entregar un final aburrido
pero lleno de pena y de gloria.
Por esas razones que bien cerca están de la locura,
las maneras de escapar anestesiado poseían
en sí mismas las manos frías de la muerte y otros conflictos.
No puedo decir que el infierno sea demasiado maligno,
después de todo, sólo es habitado por otros ángeles
que resbalaron de las nubes, beodos
por la osadía de bailar una inquietante danza
cuando el agobio de las reglas les impedían el vuelo
de la libertad absoluta: la sin definición.
Yo olía como los demonios más grotescos,
las lágrimas secas hieden el fulgor de un cadáver antiguo.
En la casa de Madre se acostumbraba a beber
de esa forma satánica que rehúye de los complejos psíquicos
endógenamente tatuados a fuego
y los domingos inconscientemente te empujaban a dormirte temprano.
De viaje a mi guarida era menester llevar una ofrenda
y en el altar del hielo iniciar el ritual de las copas que desaparecían.
Así vivía bebiendo, encontrando en el sistema límbico algún reptil
que me empujase hasta los sueños de manera instintiva y amorosa.
Y caminaba como un sonámbulo en espera de una cubeta con agua.
Yo creo en los milagros
y estoy demasiado lejos de algún Cristo.
Amparo y Leyla eran los sinónimos de esa sensualidad dura  
que tumbaba a los ojos de los anhelantes púberes
en las poluciones diarias provocadas por la imaginación perversa.
Sus vestidos cortos y ajustados como una serie de orgasmos
múltiples y fantásticos en la región menos explorada de soma,
me hacían ver al lado de sus monumentos
como una especie de rey o sacerdote egipcio
estampado por la sobriedad de unos años locos:
con sobrero y guayabera agarrado de ambas cinturas.
Ellas siempre llegaban cual un par de mágicas hadas
a los albores melancólicos de mi suicidio.
Y aquella noche,
                                 de domingo,
                                                          me obligaron a tomar,
un baño de perfumes y cariños
que me llevaron nuevamente
hasta la insondable oscuridad de la bohemia que mantenía vivo.  





Jamás me han gustado los edificios de menos de cuatro pisos. Menos aún si son de color azul o amarillo. Su disposición “arquitectónica” mediocre con baños sin ventanas y dormitorios inutilizables, su plan de urbanismo que contempla una plaza seca con unas cuantas bancas de cemento, algunos juegos destruidos por los niños salvajes y pequeños almacenes de barrio en los primeros pisos del block, casi siempre todo de la mano con alguna droga callejera y dura, pandillas y pleitos producidos por la ausencia de sentido común. Siempre me he preguntado ¿por qué los pobres no tienen derecho a la belleza: a los detalles y finas terminaciones, a las áreas verdes-verdaderamente verdes? Aunque debo reconocer que en ocasiones, sobre todo cuando los pobres callan y no reclaman y se resignan y se dejan engañar por pilluelos politiqueros o religiosos, pienso que solamente tienen  “lo que se merecen”. Es triste que las violencias de unos pocos y los profundos miedos que produjeron, le hayan robado a una clase social completa el derecho a soñar en paz y el derecho a decidir su destino.
Otra cosa son los postergados circunstanciales, algunos estudiantes pobres de fuera de la ciudad, algunos trabajadores errantes  que recorren chile de barrio en barrio y los perros que habitan las calles como si fuesen el gran patio común de los hombres buenos que no pueden tener mascotas aunque lo deseen. Estos últimos son el motivo de mi relato.
Los historiadores suelen engrandecer e inmortalizar las hazañas del hombre: mejor dicho, de los varones que generalmente suelen ser militares: mejor dicho, de los generales y los emperadores que generalmente echaron todo a perder. La historia del hombre es la historia de la guerra y el salvajismo, es la eterna historia de los ganadores y los perdedores.
Ciertamente se cuentan otras historias, pero las excepciones no configuran una regla ni un juicio a priori, mucho menos, y sobre todo en las cabezas más mezquinas, una realidad.
Yo contaré una historia para inmortalizar a un verdadero héroe, que sufrió y sobrevivió a las vicisitudes más extremas (sin afán de desmerecer a otros personajes humanos de iguales características, pero que aún así tenían una ventaja significativa sobre mi protagonista por el hecho de ser hombres). Su nombre no lo supe hasta el día de ayer, cuando una mujer anciana que atiende mañana tras mañana un pequeño kiosco de periódicos se me acercó no sin algo de desconfianza, al observar que cada día pasaba a ver, alimentar e incluso algunas veces a jugar, con un anciano perro café que estaba ciego de un ojo, pero que sin embargo era evidentísimo que en su tiempo de juventud y plenitud canina, en sus tiempos de gloria de macho alfa, fue un can poderoso y bien cuidado, que estaba siempre echado bajo la techumbre de la garita.
La anciana me preguntó: - ¿A usted le gustan los perros?-
-En realidad amo a la naturaleza y sobre todo a la que se manifiesta de forma amorosa- repliqué.
-Ah! Qué bien, no existe mucha gente así, ahora-
-Es verdad- dije.
La mujer sexagenaria, comenzó a explicarme qué ella llevaba mucho tiempo en esa (para mí) horrible selva de cemento, que antes las cosas eran mucho mejor y todo eso que suelen decir los viejos… Y qué conocía al chucho desde que nació, incluso conoció a sus padres y a los dueños de sus padres: una pareja de ancianos bondadosos que vieron morir a sus mascotas y adoptaron a aquel vástago de sus queridos, hasta el día en que lamentablemente también fallecieron y el perro café aún era cachorro.
Un cuento aparte y por todos conocido, es que la mayoría de la chusma suele ser, hoy por hoy, lo suficientemente indolente como para olvidar de sopetón cualquier cosa que los relacione con sus raíces (más aún si sus orígenes no son burgueses). Los hijos “integrados” suelen vender la humilde casa de sus progenitores para repartirse en los juzgados algunos millones que los ayuden a seguir olvidando su pasado. En este caso, aquel cachorro, al no ser de raza, no era objeto de alguna transacción económica y ciertamente no tenía el valor existencial (ya que para estos palurdos ni siquiera su familia existe) para hacerse cargo de la responsabilidad de una vida. Abandonaron al perro en la calle y desaparecieron como si nada.
La viejecita del kiosco, en esos años, motivada por su corazón cristiano y su romanticismo de épocas mejores y su sentido comunitario: un sentido social que cada vez está en mayor peligro de extinción, no tuvo más remedio que hacerse cargo, dentro de sus posibilidades, del cachorro, abandonado y triste. Lo vio crecer y adaptarse estoicamente a su “nueva vida”, a su vida de calle, a su vida de patio común entre los edificios feos de una población, en donde todavía subsisten algunas almas nobles que valoran a estos hermanos menores que siempre ofrecen un gesto de alegría y gratitud a pesar de la decadencia que afecte a su entorno…  
Esta es la historia de SUEC, un perro héroe, ahora infinito…   

2/06/2013


“Vendí por amores y no por dinero, mi alma a Belcebú”
Y que me ha traído como consecuencia:
una preocupación macabra por estar ahí
por sobre todas las cosas y pagar toda cuenta
con sentimiento de culpa.
Una dependencia anímica que ciertamente puede ser un futuro
homicidio, no de mi parte, ciertamente.
El odio por sobremanera, en esa línea de afectos
que configuran la existencia de los sujetos
al sistema capitalista neoliberal y ambiguo.
Es difícil que alguien confíe en mí…
Le debo dinero al Judío Rey y al mejor de mis mecenas,
algunos comensales me han visto vomitando en una discoteque gay
o fallándome en un motel de Mosqueto a la hija mayor
de un burgués prominente de una farmacéutica, inversionista en la UC.
Otros me odian por inconsecuente, les molesta
que me guste tanto el glamur,
y que viaje con escritores alemanes que no ayudaron a Víctor Jara,
y que disculpe de córazón al hermano de Eduwadrs… 
Yo no estoy en ninguna parte, yo vuelo…  
Me importa una mierda lo que hablen de mí---    

Con una escopeta
de mil pesos sacados
recientemente del cajero automático
aun calientes, las alas de las moscas me hacen pensar
que zumbo en derredor de la ciudad:
hablando hablando
fumando fumando
bebiendo bebiendo
y esperando esperando…