Jamás me han gustado los edificios de menos de cuatro pisos.
Menos aún si son de color azul o amarillo. Su disposición “arquitectónica”
mediocre con baños sin ventanas y dormitorios inutilizables, su plan de urbanismo
que contempla una plaza seca con unas cuantas bancas de cemento, algunos juegos
destruidos por los niños salvajes y pequeños almacenes de barrio en los
primeros pisos del block, casi siempre todo de la mano con alguna droga
callejera y dura, pandillas y pleitos producidos por la ausencia de sentido
común. Siempre me he preguntado ¿por qué los pobres no tienen derecho a la
belleza: a los detalles y finas terminaciones, a las áreas verdes-verdaderamente
verdes? Aunque debo reconocer que en ocasiones, sobre todo cuando los pobres callan
y no reclaman y se resignan y se dejan engañar por pilluelos politiqueros o
religiosos, pienso que solamente tienen “lo
que se merecen”. Es triste que las violencias de unos pocos y los profundos miedos
que produjeron, le hayan robado a una clase social completa el derecho a soñar
en paz y el derecho a decidir su destino.
Otra cosa son los postergados circunstanciales, algunos
estudiantes pobres de fuera de la ciudad, algunos trabajadores errantes que recorren chile de barrio en barrio y los
perros que habitan las calles como si fuesen el gran patio común de los hombres
buenos que no pueden tener mascotas aunque lo deseen. Estos últimos son el
motivo de mi relato.
Los historiadores suelen engrandecer e inmortalizar las
hazañas del hombre: mejor dicho, de los varones que generalmente suelen ser
militares: mejor dicho, de los generales y los emperadores que generalmente echaron
todo a perder. La historia del hombre es la historia de la guerra y el
salvajismo, es la eterna historia de los ganadores y los perdedores.
Ciertamente se cuentan otras historias, pero las excepciones
no configuran una regla ni un juicio a priori, mucho menos, y sobre todo en las
cabezas más mezquinas, una realidad.
Yo contaré una historia para inmortalizar a un verdadero héroe,
que sufrió y sobrevivió a las vicisitudes más extremas (sin afán de desmerecer
a otros personajes humanos de iguales características, pero que aún así tenían
una ventaja significativa sobre mi protagonista por el hecho de ser hombres). Su
nombre no lo supe hasta el día de ayer, cuando una mujer anciana que atiende
mañana tras mañana un pequeño kiosco de periódicos se me acercó no sin algo de
desconfianza, al observar que cada día pasaba a ver, alimentar e incluso
algunas veces a jugar, con un anciano perro café que estaba ciego de un ojo,
pero que sin embargo era evidentísimo que en su tiempo de juventud y plenitud
canina, en sus tiempos de gloria de macho alfa, fue un can poderoso y bien
cuidado, que estaba siempre echado bajo la techumbre de la garita.
La anciana me preguntó: - ¿A usted le gustan los perros?-
-En realidad amo a la naturaleza y sobre todo a la que se
manifiesta de forma amorosa- repliqué.
-Ah! Qué bien, no existe mucha gente así, ahora-
-Es verdad- dije.
La mujer sexagenaria, comenzó a explicarme qué ella llevaba
mucho tiempo en esa (para mí) horrible selva de cemento, que antes las cosas
eran mucho mejor y todo eso que suelen decir los viejos… Y qué conocía al
chucho desde que nació, incluso conoció a sus padres y a los dueños de sus
padres: una pareja de ancianos bondadosos que vieron morir a sus mascotas y adoptaron
a aquel vástago de sus queridos, hasta el día en que lamentablemente también fallecieron
y el perro café aún era cachorro.
Un cuento aparte y por todos conocido, es que la mayoría de
la chusma suele ser, hoy por hoy, lo suficientemente indolente como para
olvidar de sopetón cualquier cosa que los relacione con sus raíces (más aún si
sus orígenes no son burgueses). Los hijos “integrados” suelen vender la humilde
casa de sus progenitores para repartirse en los juzgados algunos millones que
los ayuden a seguir olvidando su pasado. En este caso, aquel cachorro, al no
ser de raza, no era objeto de alguna transacción económica y ciertamente no
tenía el valor existencial (ya que para estos palurdos ni siquiera su familia
existe) para hacerse cargo de la responsabilidad de una vida. Abandonaron al
perro en la calle y desaparecieron como si nada.
La viejecita del kiosco, en esos años, motivada por su
corazón cristiano y su romanticismo de épocas mejores y su sentido comunitario:
un sentido social que cada vez está en mayor peligro de extinción, no tuvo más
remedio que hacerse cargo, dentro de sus posibilidades, del cachorro, abandonado
y triste. Lo vio crecer y adaptarse estoicamente a su “nueva vida”, a su vida
de calle, a su vida de patio común entre los edificios feos de una población,
en donde todavía subsisten algunas almas nobles que valoran a estos hermanos
menores que siempre ofrecen un gesto de alegría y gratitud a pesar de la
decadencia que afecte a su entorno…
Esta es la historia de SUEC, un perro héroe, ahora infinito…
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