6/04/2010

HISTORIA CORTA (INCOGNITA RUBICUNDA)


Tú me diste tanto, tanta estreches de esa, la que te caracterizaba de nubes en la cabeza, que te agradezco la cena del domingo y las flores del olor de tu madre. Incluso la irónica simpatía idiota de tu padre.

Recuerdo demasiado tu piel blanca, o más bien de un color extraño que, al no conocerlo, solamente me evocaba una gran nada. Grandes también eran tus nalgas, tus tetas altaneras y jóvenes. No así tus pezones delatores de adolescencia incandescente de mis dientes apretándolos mojados.

Y era así una danza nocturna y furtiva en apariencia y ocasión. Subíamos despacio las escaleras de tu castillo mientras el rey y la reina soñaban con tu futuro a mi lado.

Y, por supuesto, nosotros jamás soñamos ya que jamás dormíamos cuando estábamos juntos en esa litera. Por el contrario, aún más despiertos estábamos en espera de nuestra pequeña muerte convulsiva de fuego.

Solía acariciar tu cuerpo pequeño mientras te quitaba la ropa en tu igualmente pequeña habitación desordenada y oscura al igual que tu alma (y la mía). No obstante, siempre me pregunté el por qué de la oscuridad.

Debo reconocer, de qué a pesar, de que la media luz brindada por la luna o un farol de la calle frente a la ventana, le daba un contraste preciso a tus ojos blancos y a tus blancos dientes apretados tras tu orgasmo húmedo y tan chorreado y espeso que casi se confundía con el semen que te expulsaba sobre el vientre satisfecho o la espalda regada por la cascada dorada de tu largo cabello platinado y soberbio, nunca te pude ver, nunca pude saber quien eras.

No hay comentarios.: