4/04/2008


De esos, millones, traía borrascas
al menos paraíso
dónde no aparece mi amplia llanura.
He tenido en las manos afelpadas serpientes, olorosas,
dolorosas, arrastrándose por mis dedos
como las páginas de un milagro enfermo. Nunca la conocí,
ni la vi, ni la viví.
A veces Ella cerraba los ojos y decía
mi nombre distorsionado
en el vapor materno de la lujuria y la infancia,
cual un dudoso cementerio de ratas y camaleones.
Cada cafeína como cada nicotina pegada al glóbulo, esperaba,
sobre el manto oscuro del sueño familiar y poseído,
que se desaparecieran las otras pieles que le cubrían
la forma precisa del encaje magnifico
de mi alma en su sangre. Le jalaba
el polvo dorado del cuello y la espalda,
galopando menos raudo que las mieles
cuando se deslizaban por los ángulos de su abdomen metafísico.
La montaba exquisito, como cuando se cae,
en los oníricos recovecos de la omnipotencia sexual,
una mujer de rodillas y otra mirando el paisaje.
A veces la inocencia perturbaba el jardín con grandes orgías
de platino y ámbar; tuve las falanges trémulas y mojadas,
sumergidas en la vida misma, una quimera parecida al luctuoso teatro
en donde jamás actuarán los cobardes y las monjas.

Toda la fruta que Adán vomitó.

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