6/29/2013

Me encuentro, a veces, casi siempre, conmigo,
en una posesión total de un demonio
que es único mejor amigo: esa unidad psicosomática
que dispara fuego en honor de los sueños,
de los recuerdos e imaginaciones nominadas
con una A al final, del caudal sin diques apoderándose del todo,
de lo más verdadero de la verdad que se refriega
por cualquier recoveco cálido y jugoso, de lo prohibido
y lo danzado que nadie arrebata jamás
a la remembranza patrona del futuro:
de esa que se vanagloria onanistamente el corazón del amante.
Fácil es ver la puerta del edén esos instantes
en los que suena su diminuta melodía eterna
con eternos retornos a lo fugaz de su aparición,
que hace que sea exquisito eso mismo, repitiéndose
varias veces en el mismo instante,
como una música eléctrica que hace chocar los átomos
hasta que provocan inaguantables cosquillitas íntimas,
y si bien mejor es compartido a la luz de una vela amorosa
y todas esas cosas que significan la buena-vida
o que dicen que es pecado, Oh! Señor;
también es un soliloquio de genio el sobrevolar
a esos paraísos solo, con las imágenes camaradas
capturadas en su mejor momento,
con las faltas de tiempo y de dinero que configuran algunas existencias,
con los deseos escondidos como unos perros ardorosos
que temen morder demasiado fuerte lo que tocan.
Con los sentidos abiertos a todos los sentidos de la palabra sexo en la boca.
Con la mano abierta: herramienta que hizo evolucionar al hombre.

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