Caminábamos con la pequeña de la
mano.
Uno a cada lado, agarrados, bien
fuerte,
demostrando amor.
Salíamos a pasear con Ella los
domingos,
caminábamos por el Parque Forestal
hasta Mapocho.
Desde la Estación subíamos por
Puente hasta la Plaza de Armas.
Ese día se me ocurrió doblar por
Santo Domingo hacía Estado:
quería pasar cerca del Salamandra
para recordar
en silencio esos episodios que me
mantenían vivo.
Y a dos locales contando desde el
comienzo de la esquina,
justo al frente de la entrada de un
portal comercial,
en la puerta cerrada por cortinas
de madera de un café con piernas,
una musa se dejo asomar.
Posiblemente debe haber estado
borracha.
Los domingos se gana poco y se bebe
mucho
en esos contextos, las baterías
suelen agotarse
alrededor de las 18:00 horas y
dinero ya casi no queda,
los piratas abandonan a las sirenas
y vuelven un poco más muertos hasta
sus rutinas.
Y se puso a bailar, la guerrera, eróticamente
tras el cristal de la puerta,
para todos los transeúntes que
observaban esa vitrina.
Una confusión comprensible recorrió
raudamente mis pensamientos:
si bien era una señal divina ser
testigo de un acto de lujuria
de esa envergadura, un domingo, sin
siquiera pensarlo,
la cara de la pequeña al ver a su congénere
danzando
sin ropa por una ventana,
era de duda mezclada con carcajada
nerviosa,
una expresión que nadie imagina
visualizar en un ser querido
m
e n o r d e e d a d.
Pero imposible no mirar.
Te vi mirando igual que yo a la
mondaria
con un aire de envidia y deseo lésbico
que me erotizaba
tanto de ti como de ella.
Solamente fueron unos segundos.
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