5/11/2010

NATALIE



los Griegos sentían el placer en las puntas

de los vellos del rey Narciso.

Hoy por hoy, el desenfreno elabora

una elite descabellada que utiliza espacios

predeterminados para menearse

en un ambiente con hedor a sodomía.

Esa noche, tú, me llamaste

como si no fueses mía

y me dijiste que

(la mitad de)

una de tus hermanas regresaba

desde Marsella

y que debíamos beber un licor amargo

en el origen nuevo de su presencia

en el infierno santiaguino de estas noches in interminables.

Yo, te seguiría hasta que mis alas desaparecieran,

sin embargo, cuando los platónicos bailaban desnudos a mi lado,

te ví besándolo a él

y una espina neutra

le dibujo a mi corazón una invertida sonrisa de payaso desesperado.

Por otra parte, incluso yo deseaba

que alguna golondrina ebria se topará de frente

con mis saetas precisas: con mi mirada engalanada,

sólo eso me bastaba para terminar el perfume

con sus setecientos tonos

en las paredes astutas de mi cama aventurera.

Pero la pequeña Gala pelirroja se colgó de los alambres de mi pecho.

Ella no sabía que, antes, yo recorrí la sangre

de su casta por los interiores femíneos,

mientras en tu beso a otro

veía

la destrucción colosal

de tu imagen

y la mía

en las praderas,

las que se pigmentan con el sudor verde del rocío sureño,

mi lengua también bailaba en otra boca recordándote,

puede que incluso el sabor de la saliva fuera un paradigma genético.

Tu hermana Francesa poseía en las garras el símil metafórico

de nuestra última noche.

Considero la luz de qué cuando besábamos

distantes raudas bocas atrevidas,

nos seguíamos divisando

el otro

al otro

en el fondo

de cien vasos

vacios que no se llenan con nada.

Yo aproveché de dejar de mirarte

y me perdí

en los ojazos tristes y azules de tu clan

por el instante

cuando acariciaba

las cúpricas cascadas de la cabellera de aquella

petit madamoiselle

y comprendía los arrebatos de Verlaine, Delacroix y La Rochefoucauld

en las mordidas mansas que le proponía a sus bermellones labios.

Empero, cual un avechucho mísero y husmeador mi ojo

te seguía adulando como si él mismo fuera

la carne del afortunado besador de tu boca mía.

Sé que no puedo llorar mientras ahorco a un querube,

mas besarte de nuevo tras la puerta lejana

es cabalgar despierto en la pesadilla de los amores imposibles

como siempre

y para siempre…

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