7/26/2012

Reconozco que como las viejas venas que abastecían de caudales para la vida a la ciudad más antigua del universo, me mantengo gota a gota perfumando constantemente los iconos plásticos de la belleza en los actos sagrados de evitar la posibilidad de ser dios caminando por el sendero de la creación misma por mero hedonismo, rociando de semillas a la nada, al delicioso vacio. No tengo posibilidad de ver con otro ojo que no sea el del cráneo a punto de reventar, la pared ventral de la puerta del origen ubicada entre los flancos de cualquiera dadivosa dispuesta a encantar lo más oscuro de la existencia con el preciso y precioso hecho de que con una humectada lisonja de todos sus labios te hace estallar como un pálido átomo que se parte en dos para formar una galaxia extremadamente exquisita. De sabores, ni hablar, si es maravilloso lo que evoca el mar y sus hijos intocables, resbalosos y rosados cuando la lengua los apunta y los digita la pasión del tacto que prohibieron los antiguos pederastas reyes Israelitas que no soportaron ver la cara de lo verdaderamente sublime. El diablo, cuentan esas feas historias deformes, sabe perfectamente cuando hablo de la orgia madre y hermana del placer excelso. De las variadas multiplicidades de puntos que dibujan la sonrisa y el suspiro final de la pequeña muerte, me encanta tener seis nimbos rojizos para roerlos con la delicadeza de las flores juveniles mientras entro y salgo pausadamente de ese palacio que previamente vio reptar a una lengua ansiosa por sus recovecos dilatados en espera de la fricción de chocolate. Mirarlas a los ojos cuando sus vistas retroceden al estar sobre sus espaldas, regadas de cascadas de colores diferentes es como lanzarse hacia lo eterno lleno de cosquillitas que cual mil plumas de fénix te queman por dentro hasta hacerte olvidar todo y nacer de nuevo y para siempre.

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