8/09/2012

En un lugar extraño, no era ni la mezcla de huellas mnémicas ni la imagen de la vigilia anterior de algún filme sobre Marte, o quizás otros planetas que me hayan impactado de un modo tal qué se tatuaran en forma de contexto para mi próxima visión. No era ninguno de los países que conozco. Era un paisaje más bien desértico o similar a una nación oriental que recientemente ha comenzado a urbanizarse. Me encontraba algo furioso con lo que observaba. Tenía los pelos erizados de rabia contra el infantilismo de unos adolescentes que se golpeaban entre ellos con artefactos antiguos como de aspecto metálico y brillante, de una artesanía artística superior, bellos; parecían pertenecer a una civilización antigua aparentemente mucho más evolucionada (a pesar de qué estoy completamente consciente de la paradoja que resulta lo que estoy describiendo). De pronto, en ese insólito ambiente, sobre una especie de parque sin árboles ni pasto, en su vasto y a la vez limitado por el cielo paisaje, en su enorme centro, en medio de la tierra amarilla, aparecía una gran excavación, un pozo sin final cubierto de nubes que dejaban entrever el vació del fondo invisible del foramen; vi a uno de los muchachos que motivaban mi ira, qué ahora eran por lo menos veintinueve, dirigirse a él, con clara intención de saltar. Intenté increparlo desde una de las orillas del abismo, pero éste ignorándome se aventó hasta donde se acababa el borde, y comenzó a caminar sobre la nada pronunciando un ensalmo que sólo recuerdo incluía en una de las frases la palabra -niebla-. Caminaba en el aire! Todos empezaron a caminar en el aire, sobre el oxigeno, con el viento bajo los pasos. Se formaron múltiples dimensiones hacia abajo del precipicio. Revoloteaban en el abstracto muchas siluetas. Por describirlo de alguna forma, en vista de lo absurdo e inimaginable de la situación, en la segunda de las superficies etéreas, iba corriendo una muchacha, una niña pequeña que era especial para mí, por una razón que desconocía. Me miraba con sus ojos gigantescos que se disminuían cuando se manifestaban detrás de sus gafas, me decía “!tío, venga!” Y yo estaba demasiado angustiado, le pedía que regresase hasta mí, sentía sus abrazos cálidos desvaneciéndose raudamente dolorosos; ella reía extasiada mientras mi desesperación me hacía sudar un ácido que me quemaba en forma de transpiración helada. En un segundo, desde arriba, desde la orilla de la superficie firme, como quien mira la ciudad subido en un ascensor periférico, comencé a distinguir grietas que se reproducían rápidamente sobre el intangible suelo de los alegres niños caminantes encima de la nada. Y todo adquiría algo de sentido, las dimensiones estaban delimitadas como con un vidrio, un cristal tan pulcro y frágil que ahora inevitablemente se rompía. Comenzaron a caer gritando exasperados, ella ya no se veía. Me alejé llorando en busca de socorro y llegué hasta una iglesia de madera, una media agua, una suerte de capilla. En el interior de ese templecillo se realizaba un velorio. Había un ataúd al medio, se rodeaba de banquillos de madera con mujeres de luto que rezaban el rosario judeocristiano, había una fila para ver detrás de la ventanilla el contenido del féretro. El primero de la línea de cabizbajos personajes en espera, era una especie de carabinero. Se reía jocoso. Quise golpearlo brutalmente pero me fui directo a colgarme del borde del cajón. En él, y para mi mayor sorpresa en relación a lo que recientemente había sucedido (intentad si podes imaginadlo!)… Había una muñeca, una de esas muñecas antiguas de grandes pestañas rígidas, esas que cerraban sus enormes parpados plásticos, ocultando sus ojos vidriosos, cuando las acostabas…

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