8/08/2008


Cuando caminábamos de espalda;
uno contra el otro, esas guerras
que se ganan y siembran
el día de después: la alegría,
abiertos a diez mil dagas
los pechos saltaban un ritmo cardiaco y melancólico
cual un festín enemigo,
magnético de circunstancias graves, esquemas de acero maldito.
Y como la hoguera exagerada del átomo partido, deshicimos
los metales que cortaban
nuestro amor imperfecto y sublime
y conocimos los zapatos puntiagudos de la victoria,
por lo menos; aquel dolor prometido
por cavernas adornadas.
Fuimos los amantes
y los niños en del vergel.
Todos tus trajes eran tan azules
de mi erotismo en tus piernas,
¡Mátame! Me salpicabas
con tu palabra en la sien cuando poseído
por el mundo estallaba de neones
sobre mis hombros de hierro perdido.
Y siempre fui tuyo,
como hoy y esta hora
que le aparece en el vientre al papel de nosotros.
A veces amo el odio
que te tengo cuando yo soy tú. Amo
hasta tu adiós
mentiroso y sus maletas ociosas
de un reencuentro de destino
y sus albañiles besos por la piel
de nuestro cuerpo fundido
sobre las camas del planeta
que es nuestro y no nos pertenece.

¿Cuántas veces hemos sido
aquel poema que retorcido
se expande a los prejuicios
del deseo insano de los demás
por poseer tales tesoros?

Sólo tú sabes
como es posible comernos
la sangre: ese es el pacto
que nos ha hecho familia, mi querida bruja,
en la postrimería
del ayer y la noche
eterna de este resto que habitamos
después de los “nuestros”

¡Cómo es de absurdo el telón
que nos cubre
el horizonte que sobrepasamos
sin hacer nada!

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