Esa necesidad imperiosa de
–competir- que aflora casi naturalmente en la chusma desclasada, en un terreno
de abstracciones determinadas por la televisión gamberra, donde ni siquiera
está involucrado el personal deseo del participante; y más bien, es una cultura
capitalista y nefasta la que determina al ganador y al perdedor de esa batalla:
es el escenario de la siguiente narración.
Se encontraron entre tanta gente
que deambula insomne, en el centro de Santiago, un par de conocidos, antiguos compañeros de
liceo público. De esos que pasaban diariamente uno al lado del otro pero qué ni
siquiera tenían la cortesía de decirse –buenos
días-
Ambos iban de frente al oleaje de
la rutina cotidiana del obrero, a trabajar para producir su subsistencia, y
decidieron postmodernamente, en honor a la “especial” ocasión, pues habían
transcurrido diez años desde la última promesa del educador, llamar por
teléfono hasta sus empleos y decirles a sus jefes que estaban “enfermos” solamente
para quedarse el uno con el otro y hablar.
Uno de los amigos, al cual por
razones prácticas que dejen completamente clarificado el nivel de vulgaridad (en
el sentido de lo –predecible- y -común-
que puede llegar a ser un ser humano) llamaremos simplemente como –Juanito-,
vestía un jeans de una conocida marca. Una polera ordinaria de un color fluorescente,
también de esa marca Norteamericana
reconocida por su sobreabundante y exitosa publicidad, y unas zapatillas con el
mismo logo que se destacaba grotescamente en el pecho estampado de su camiseta.
De no haber sido porqué los deprimidos y automáticos movimientos que lo
desplazaban desde la casa al trabajo y desde el trabajo a la casa, denotaban
que era un ser vivo, perfectamente habría sido confundido con un maniquí de una
tienda, ya que en cada escaparate de mall de la ciudad, había un muñeco vestido
exactamente igual que él.
El otro amigo, era tan pobre que ni
siquiera conocía el nombre de los diseñadores que hicieron su ropa. La ropa
Americana que estaba en su closet, haciendo que su habitación fuera aún más fea,
lo determinaba fehacientemente en la pirámide social. Y más aún, si a algún
transeúnte se le hubiese preguntado por las personas que pasaron a su alrededor
en el lapso de un minuto, hubiese reconocido, en imagen, a una gran cantidad de
sujetos, pero no a este personaje. Y por ende, para ser justos y tiernos con la
pellejería, le daremos el reconocimiento de haber sido popular por su enorme
capacidad de pasar desapercibido, y ser tan insípido como un fantasma. Lo
llamaremos simplemente Teodoro.
Teodoro y Juan, conocían el mismo
bar, tenían historias en común, a pesar de que sus familias se esforzaban por
ser de Derecha y “surgir”, o sea, tener un
televisor con más pulgadas. Ambos eran lóbregos parias, sólo que uno
tenía menos dignidad que el otro a la hora de ponerle precio a su existencia; y
por eso era más respetado, en el pueblo, que el otro.
Juan le dijo a Teodoro:
-Cómo te va viejo querido?!-
(“viejo” era una expresión del argot de la clase alta).
-Bien pues, Juanito, no me quejo,
por lo menos tengo pan y cebolla-
-Cebolla? Eso provoca mal aliento-
-No culiao, sólo quiero decir que
estoy bien, que estoy igual que siempre-
- Ah! no entiendo esas
expresiones.- Replicó Juan.
-En serio, culiao?, parece que no
te acuerdas de tu hermana.
-Me da tanta vergüenza venir hasta
acá, ¿qué dirían mis compañeros en la oficina?---Mira, hombrecito, las cosas
cambian siempre para mejor, nuestro padre era un borracho. Encuentro irrisorio
que hagas, hoy por hoy, caso de sus
consejos.
Mírate!
Sabes que yo estoy mejor que tú!
Me dicen: -Usted-
Mi señora,
las niñas,
es súper bueno ese colegio, ese
colegio de monjas.-
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