11/08/2012

Pequeña Bitácora de un Pequeño Viaje


2ª Parte: IRA

19: 20: 

Observo a un par de imbéciles. Sentado, desde mi mesa, llena de botellas vacías.
Sé que soy soez al referirme de esta manera de unos desconocidos. Pero en vista de lo alto que hablan, es inevitable poder hacerse un juicio rápido respecto a sus personalidades, configurando mi categorización como un mero prejuicio, no obstante lleno de algo de razón. Espero dense cuenta de que no es tan arbitraria mi apreciación del acontecimiento.
Cuando uno está en silencio bebiendo en un bar, suele contaminarse con cualquier ruido.
Los susodichos platican sobre “política” (recientemente fueron las elecciones municipales). En realidad uno le plantea al otro la soberanía absoluta de los medios de comunicación de masas. Me da la impresión de qué lo que intenta decirle a su amigo es que su más grande deseo es ser tan bello-simétrico como para poder estar por cualquier motivo burdo en algún espacio de la televisión. En algún programa de esos de “la farándula” tan vistos por la masa maquinal, para en alguna ocasión convertirse en el alcalde de una comuna grande y pobre, así como Pato Laguna y Carla Ochoa.
¿Cómo es posible que hayan cambiado tanto los hombres de la política hasta el punto de convertirse en fantoches? ¿O será tal vez, que los fantoches se convirtieron en hombres de política?
A estas alturas sólo sé que una fuerza superior me empuja inevitablemente hasta la anarquía. No puedo dejar de destrozar a este par de idiotas.
Como buen esclavo de las apariencias, devoto aprendiz en algún momento, de la escuela Cartesiana, les comentaré a grosso modo el aspecto de uno de ellos (del que tanto y a volumen tan alto se expresa):
Es un tipo de “altura media”, con el rostro rojizo, el pelo cortado como un carabinero o un militar becado en la academia de sub-oficiales; con la frente sumamente pequeña y las cejas ni tan delgadas ni tan gruesas. Los ojos diminutos, imperceptibles, tanto que no es posible definir claramente su color, así que es muy menester decir a primera vista que son “claros”. Las orejas rechonchas  como una hamburguesa del macdonals choreada de algo parecido a la sangre: rojas y repulsivas. Demasiado bien afeitado, como esos simios que en su afán infructuoso de evolucionar por lo menos estéticamente, portan a todos lados su rasuradora y se depilan hasta los hombros cada ocho horas. Viste una camisa blanca con cuadrille celeste que abotona hasta el penúltimo botón antes de llegar a su regordete cuello, un pantalón de tela gris de corte recto apretado y unos zapatos horribles que dan la impresión de la ortopedia. Sus movimientos son forzadamente histriónicos. Que sea posible darse cuenta de la falta de naturalidad en ellos, lo encuadran fehacientemente en la categoría indiscutible de una persona completamente desagradable para la interacción social. Cuando camina hacía el baño de bar pareciese que recientemente desmontó un caballo fino, de esos enormes equinos que suelen esclavizar los policías cobardes en medio de las manifestaciones estudiantiles. Camina con las piernas abiertas, arqueadas, como alguien que tiene más testículos (testosterona) que pene o como un homosexual por años reprimido recientemente sodomizado por un africano bien dotado. No obstante, claramente,  no es gay, los gay tienen el mejor de los gustos. Si es un homosexual, es de esos seres terribles que utilizan el mecanismo de defensa psíquico de la proyección para exteriorizar su ansiedad enferma en los demás convirtiéndose en un homofóbico nazi; pero eso da lo mismo. Cuando pasan por la vereda mujeres atractivas, este desgraciado las ahuyenta insultándolas, les dice: “Súper linda tú oe”  “Ay! Mamacita” “Venga pá acá huachita”  y las mujeres escapan raudas y con cara de asco.
Este payaso nefasto, tal y como se los describo, ha estado todo el rato vanagloriándose de haber sido electo “Concejal”.
Su amigo lo escucha o mejor dicho finge que lo hace, pues es evidente que está tan borracho que apenas puede hilar una frase y cada diez minutos llena la mesa con botellas de Heinieken que se evaporan tanto y tan rápido como mi civilidad frente a ellos.
No aguanto más la ansiedad. Los increpo desde mi mesa, insultándolos y pidiéndoles que bajen la voz. No por algún motivo personal ni por envidia ni por capricho ni por ideología (razones más que suficientes) sino qué poniéndome en los penosos zapatos de sus electores en esa comuna, por empatía.
Le tiro mi vaso de cerveza en la cara al asqueroso. El tipo se abalanza desconcertado encima de mí (cada vez que escribo en un bar de mala muerte suelo acariciar mi cortapluma bajo la mesa).
Me paro antes de que llegue hasta mí. Le corto la nariz. Lo empujo hasta que cae sobre el resto de las mesas. Su amigo intenta levantarlo tan impávido y borracho como sorprendido. Me alejo de ahí caminando rápidamente hasta confundirme con el resto de la gente. Enciendo otro cigarrillo. Abordo un taxi en la esquina. La policía jamás ha llegado inmediatamente. Sentado en el asiento trasero del Toyota Yaris mientras contemplo los edificios de la costanera pienso en que mañana mismo voy hasta la iglesia, me confieso y rezo mil avemarías para exculparme de lo hecho y seguir gozando impune de mi maravillosa rebeldía.  

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