De tanto perseguir la cola ardiente
de un pajarraco que no conozco
que según dicen salió del sol
y la luz y todas las risas,
caí en un enorme día
que se vestía de noche.
Las antorchas cannabicas
y el tequila iluminaban
todas las voces
en derredor
las hembras
como siempre
esa gran luna digna
de las adoraciones del sexo.
El contexto por sublime parece
lo perenne de una algarabía mentirosa
más la pena tan nimia
(y descomunal)
en su extensión, que me hizo protagonizar
el papel del malo en la película de malditos,
todo facilitado por qué yo poseía
el derecho al júbilo
entre las lagrimas que llovían
gritando el precio del placer
que está alejado de mis arcas que no existen.
Dado que en ocasiones se caían las bragas
para que yo besase la penumbra
del azabache triangulo de la perniabierta
que después de irse volando y dejarme
en el invierno gorgoteando
mis arquetipos tan dóciles
como un perro muerto siguiendo su cola
ni siquiera dejase una ceniza
en la hoguera que apagó el verdugo precioso
de hacer lo que no se debe,
yo me fui a inmolar al universo paralelo
donde aquel pájaro quema.
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