Consideraba cuatro pelos,
de tu cola
uno que quizá no llamaba mucho la atención,
el otro estaba en tu cabellera quemada
como un cerro de Renca en verano
cuando bajan los monos
a quinientos pesos.
El tercero estaba en tu cama
cuando se enojaba con su mujer y deseaba
descargarse
de dilemas propios de una formalidad difícil de asumir
para quien no ha viajado por los mundos
que son las diversas mujeres que ama el viajero.
El cuarto, era tu cuarto siempre desordenado
cual un cuchitril de pintor fracasado
que solamente lograba evocar el paisaje que nunca pintó,
el paisaje más bello, en su delirio etílico
que lo hacía fallecer cada vez que lloraba.
La verdad es que más no podrías haber sido.
A veces me robabas la comida
y no era ese el problema
pues lo peor era qué pensabas
que yo no sabía absolutamente nada
y me sonreías cada mañana
con la expresión de un payaso en una fotografía.
Si no me hubieses despreciado tanto
como yo a ti quizá
hubiésemos sido enemigos
y una energía nos ataría,
pero cuando miraba tus axilas
era una pereza mortal lo que veía en tu cara,
era la que me obligaba a escupirte
la verdad
con esa diplomacia característica de quien desea follar.
No servías para nada más.
Bien lo sabía también tu amante,
él entraba a escondidas por la ventana
era un gato roñoso que llenó de piojos mi casa
he incluso dejó en el baño su shampoo de cuasia
y cocinó omelette en las mañanas cuando yo partía a la cosecha.
A mí jamás me molestó la pobreza
salvo cuando te fumabas mi billetera
y después cacareabas contra un sistema injusto
que curiosamente resultó ser tu único maestro.
Decías cosas tan atrevidas como “yo soy sensible”
en circunstancias que tu cama parecía un iglú negro
empapado de grosería y música a volumen moderado.
Engañaste a un caracol del patio vecino
y lo volviste tu cómplice arruinando todas las flores
del jardín
infantil.
Pudiese decirse que eras una perra
pero ni siquiera eras amable ni meneabas el rabo,
podría haberse dicho que eras una víbora
pero en ti no había misterio ni elegancia ni poesía
por el contrario, pasabas tardes completas en un gimnasio
endureciendo tus brazos,
tus caderas y tu corazón
en un mar de hedonismo que te causaba confusiones homosexuales
que desembocaban en tu mismo cuerpo.
Tenías unas espaldas anchas como un marino sumiso
que salta al abordaje de una barcaza enemiga
en busca de cualquier bala. Y por eso estabas muerta
por dentro, igual a las manzanas agusanadas
que envenenaban
a las princesas que de cuando en vez me salvaban,
aunque consumieses “bebidas sanas”
bebidas que te mantenían atada a la nada
nada parecidas a los tragos que yo consumía,
para volar de la miseria que compartíamos
y que tú tanto criticabas, al verme
envidiosa desde el piso del infierno
de tus complejos vanos.
Yo a ti no te creo tus rezos ni tus ensalmos ni alabanzas.
Eres una peste que se engaña a si misma
para creer que todos son cuerpos para infectar
con tu triste veneno
y aún así te consideras perfecta.
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