2ª Parte: IRA
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Observo a un par de imbéciles. Sentado, desde mi mesa, llena de botellas vacías.
Sé que soy soez al referirme de esta manera de unos
desconocidos. Pero en vista de lo alto que hablan, es inevitable poder hacerse
un juicio rápido respecto a sus personalidades, configurando mi categorización
como un mero prejuicio, no obstante lleno de algo de razón. Espero dense cuenta
de que no es tan arbitraria mi apreciación del acontecimiento.
Cuando uno está en silencio bebiendo en un bar, suele
contaminarse con cualquier ruido.
Los susodichos platican sobre “política” (recientemente
fueron las elecciones municipales). En realidad uno le plantea al otro la soberanía
absoluta de los medios de comunicación de masas. Me da la impresión de qué lo
que intenta decirle a su amigo es que su más grande deseo es ser tan
bello-simétrico como para poder estar por cualquier motivo burdo en algún espacio
de la televisión. En algún programa de esos de “la farándula” tan vistos por la
masa maquinal, para en alguna ocasión convertirse en el alcalde de una comuna
grande y pobre, así como Pato Laguna y Carla Ochoa.
¿Cómo es posible que hayan cambiado tanto los hombres de la política
hasta el punto de convertirse en fantoches? ¿O será tal vez, que los fantoches
se convirtieron en hombres de política?
A estas alturas sólo sé que una fuerza superior me empuja
inevitablemente hasta la anarquía. No puedo dejar de destrozar a este par de
idiotas.
Como buen esclavo de las apariencias, devoto aprendiz en algún
momento, de la escuela Cartesiana, les comentaré a grosso modo el aspecto de
uno de ellos (del que tanto y a volumen tan alto se expresa):
Es un tipo de “altura media”, con el rostro rojizo, el pelo
cortado como un carabinero o un militar becado en la academia de sub-oficiales;
con la frente sumamente pequeña y las cejas ni tan delgadas ni tan gruesas. Los
ojos diminutos, imperceptibles, tanto que no es posible definir claramente su
color, así que es muy menester decir a primera vista que son “claros”. Las orejas
rechonchas como una hamburguesa del macdonals
choreada de algo parecido a la sangre: rojas y repulsivas. Demasiado bien
afeitado, como esos simios que en su afán infructuoso de evolucionar por lo
menos estéticamente, portan a todos lados su rasuradora y se depilan hasta los
hombros cada ocho horas. Viste una camisa blanca con cuadrille celeste que
abotona hasta el penúltimo botón antes de llegar a su regordete cuello, un pantalón
de tela gris de corte recto apretado y unos zapatos horribles que dan la
impresión de la ortopedia. Sus movimientos son forzadamente histriónicos. Que sea
posible darse cuenta de la falta de naturalidad en ellos, lo encuadran fehacientemente
en la categoría indiscutible de una persona completamente desagradable para la
interacción social. Cuando camina hacía el baño de bar pareciese que
recientemente desmontó un caballo fino, de esos enormes equinos que suelen
esclavizar los policías cobardes en medio de las manifestaciones estudiantiles.
Camina con las piernas abiertas, arqueadas, como alguien que tiene más testículos
(testosterona) que pene o como un homosexual por años reprimido recientemente
sodomizado por un africano bien dotado. No obstante, claramente, no es gay, los gay tienen el mejor de los
gustos. Si es un homosexual, es de esos seres terribles que utilizan el
mecanismo de defensa psíquico de la proyección para exteriorizar su ansiedad enferma
en los demás convirtiéndose en un homofóbico nazi; pero eso da lo mismo. Cuando
pasan por la vereda mujeres atractivas, este desgraciado las ahuyenta insultándolas,
les dice: “Súper linda tú oe” “Ay! Mamacita”
“Venga pá acá huachita” y las mujeres
escapan raudas y con cara de asco.
Este payaso nefasto, tal y como se los describo, ha estado
todo el rato vanagloriándose de haber sido electo “Concejal”.
Su amigo lo escucha o mejor dicho finge que lo hace, pues es
evidente que está tan borracho que apenas puede hilar una frase y cada diez
minutos llena la mesa con botellas de Heinieken que se evaporan tanto y tan rápido
como mi civilidad frente a ellos.
No aguanto más la ansiedad. Los increpo desde mi mesa, insultándolos
y pidiéndoles que bajen la voz. No por algún motivo personal ni por envidia ni
por capricho ni por ideología (razones más que suficientes) sino qué poniéndome
en los penosos zapatos de sus electores en esa comuna, por empatía.
Le tiro mi vaso de cerveza en la cara al asqueroso. El tipo
se abalanza desconcertado encima de mí (cada vez que escribo en un bar de mala
muerte suelo acariciar mi cortapluma bajo la mesa).
Me paro antes de que llegue hasta mí. Le corto la nariz. Lo empujo
hasta que cae sobre el resto de las mesas. Su amigo intenta levantarlo tan impávido
y borracho como sorprendido. Me alejo de ahí caminando rápidamente hasta
confundirme con el resto de la gente. Enciendo otro cigarrillo. Abordo un taxi
en la esquina. La policía jamás ha llegado inmediatamente. Sentado en el
asiento trasero del Toyota Yaris mientras contemplo los edificios de la
costanera pienso en que mañana mismo voy hasta la iglesia, me confieso y rezo
mil avemarías para exculparme de lo
hecho y seguir gozando impune de mi maravillosa rebeldía.
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