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Se sentaron en la mesa contigua
tres personas, dos mujeres y un hombre. La primera impresión me dictó que eran
una familia y que eran Franceses: padre madre e hija, galos. La primera impresión
no falla. El padre era alto para el cociente latino, específicamente el
chileno, que bordea en promedio el metro setenta. Demasiado europeo, estereotipo;
lo digo por la vestimenta, polera blanca, jeans arremangado y chalas, y un
vestón elegantemente azul. Nadie por estos lares a excepción de algún artista gay
bien pagado osaría a tal muestra de originalidad y estilo sin temor a la
opinión de la peble que lo rodea burlesca. La madre tenía el cuerpo de una
veinteañera. El cabello corto y rojo, unas grandes gafas y una actitud que la
convertía inevitablemente en una mujer atractiva para la mirada de cualquiera. La
hija… La hija era una joven Francesa ¿Qué más podría decir al respecto? Tenía los
ojos verdes, el cuerpo pulido y ese acento. Era hermosa. Si tenía diecisiete
años parecía una mujer demasiado completa, llevaba en sus manos un libro que
compró seguramente a la entrada de esa alameda, lo sabía por su título “Muchos
gatos para un solo Crimen”. Lo debía llevar de regalo para su tierra. Puede que
haya tenido la seria intención de traducir la letra (y se llevará una grata
sorpresa cuando lo haga). Quizá los franceses dejen de considerarnos “indios”. Quizá
Latinoamérica más que un fetiche sea su vida entera.
Curiosamente, mientras escribía
en mi rincón habitual del garito, se me acercó un tipo, con dificultad para desplazarse,
entre las mesas del bar. Me estiró su mano para saludarme, me dijo “siempre
había deseado conocerte, es un honor”. Probablemente debió haberme confundido
con otra persona. Pero su gesto fue percibido por todos los comensales y atrajo
sobre mi persona demasiadas miradas, para mi gusto. La gente comenzó a hablar
sobre mí, era evidente, empezó a elucubrar posibilidades respecto a mi
identidad. La gente es propensa a la fama, es dependiente y le brinda
importancia desmedida.
Para qué mentir sobre el hecho,
fue mágicamente favorable, a mi favor. La francesa hija se sentó en mi mesa. No
hablaba bien el castellano, mas sus balbuceos eran muy inteligibles para mí. Se
lo atribuí a la raíz latina de común origen de nuestras lenguas. Le atraje por
un motivo tan extraño como qué a mí me sucedan estas cosas. Bebió y bebió, se
sirvió cerveza de mi botella y yo me reí descolocado. No le entendí mucho lo
que dijo, no sé muchas palabras en su idioma. De pronto se abalanzo sobre mí y
me besó. Me dijo “Escríbeme un poema”. Sus padres se rieron y ella se retiró
con mirada coqueta hasta la mesa de sus padres, posterior a eso se marchó sin
siquiera despedirse.
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