Caminaba por una calle hermosa en Cali. Estaba en Colombia muy
asustado (por factores inconscientes propios de un Chileno criado en dictadura),
paranoico, desconfiado. No conocía nada en la ciudad que más desconozco del
mundo; quizás una de las ciudades más bellas del mundo, no las conozco todas,
aún, y cuyas menciones mediáticas por
acá y en todos los juicios imperialistas, siempre referían a Pablo Escobar como
un disidente de la moral. Pero Pablo Escobar, con el tiempo, ha sido un hombre
importante en mi vida, de alguna forma.
Después de haber estado bebiendo en un concierto del Grupo Niche, me
tranquilice producto del alcohol y el
calor natural de los Colombianos, de las Colombianas para ser más específico. Calor
natural, es un eufemismo estúpido si lo pienso bien. En otras palabras,
podríamos decir que dejé de ser Chileno y cobarde.
Yo no conocía esas calles de Colombia y sin embargo había llegado
viajando en un bus interurbano, o no sé bien cómo le llaman a las cosas en
latitudes ajenas, pero imaginemos que esa era la designación de la maquina que
me trasladó de un lado a otro.
Entré en un zaguán añorando sexo (por más que me aleje de lo mundano
de mis problemas, mi karma se activa). Mi karma es la lujuria. Demasiado baile
sensual y se sabe cómo son en la cama las interlocutoras de palabras de amor. Entré
en un restaurant de comida Argentina (lo cual por cierto me resultó bastante surrealista)
motivado quizá por algún factor inconsciente que me dijo que podía encontrar
ahí sexo. Sexo con alguna rubia. Me gustan las rubias, las blancas, como a todo
latino.
Y no.
Solamente divisaba, asombrado, en el paisaje, bellas negras
voluptuosamente bendecidas por su creador el sol cálido del centro del planeta.
Las negras son perfectas estéticamente sexuales. Son “hechas a mano” por
Epicuro.
Me senté en una mesa y comencé mi rutina de cazador, esa que en
Chile tantas noches de placer me propinó sin demora.
Y pedí el más caro de los
tragos que se servía en el local. Y curiosamente era un vino Chileno. Pero era
una mierda así como Gato, esas que en los escaparates de los supermercados del
barrio, allá en la patria, no eran la gran cosa y más bien era una ordinariez,
una solución para pobres que toman en las plazas, o para asados de proletarios
que ven el alcohol como un problema y por lo tanto no suelen beber salvo en
“ocasiones”.
En fin. Me gustaba la idea de qué el vino no me iba a embriagar tanto
y que podía hablar de él con soberbia propiedad (los chilenos plebeyos somos
chovinistas en el extranjero).
No tardaron en tener efecto mis seductores atisbos dirigidos hacia todas
las morenas.
Desde la barra dos muchachas me miraron y sonrieron, dando el pie a
que yo les hiciera un gesto que las atrajera hasta mi mesa.
-Qué tal?!- me dijo una de las niñas azabache, con ese exquisito
acento de las bellezas de las teleseries que veía mi peona vecina, que me
“cuidaba” cuando madre salía a laburar. -Aquí estoy, esperándolas- le dije. He
inmediatamente notaron mi acento afuerino, independientemente que se apreciaba
sobremanera que yo no era oriundo de ese país.
Lo digo por mi forma de vestir que no me encasilla en ningún orbe.
–De dónde eres, chamo? Me preguntó,
una de las morenas exquisiteces. Le dije –Yo vengo del infierno, pero es menos
terrible de lo que puedas pensar-
Ambas rieron y se sentaron en
mi mesa.
Llamé al mesero y le pedí la botella completa del elixir, y éste me
miró asombrado, pensando que quizá era una suerte de magnate al comprar un
licor tan caro (que, como mencionaba
anteriormente, allá en chile es una mierda, para pobres diablos o para los
diablos pobres).
Debo reconocer que me dolió mucho hacer ese gasto innecesario a sabiendas
de su mediocridad estética, pero qué dado las circunstancias debía hacerlo para
sacar a la luz todas mis plumas de pavo real.
Este mundo es así, una mierda capitalista, es cierto…
Era eso si quería conseguir mi final cometido.
Les serví una copa a cada una y les comencé a preguntar las
trivialidades burdas que utiliza el cazador para seducir y después olvidar el
nombre de las amantes efímeras.
Laura y Fernanda: recordé sus nombres como olvidé todo lo que
sucedió después del relato que les hago.
Eran mujeres interesantes, universitarias, estudiaban enfermería en
la UDCA.
Bebimos y nos fuimos de aquel luminoso lugar.
En mi borrachera me sentí obligado a manifestar mi poesía. Ellas la
aceptaron con más pasión que las Santiaguinas y las Porteñas, a quienes
hablarles de la manera “Gustavo Adolfo Bécquer”, les resultaba una payasada
absurda lejana a sus expectativas de superación.
Nos fuimos hasta la casa de Fernanda, una pieza sombría en un barrio
de sicarios. Nunca había sentido miedo en una población, ni siquiera en la San
Gregorio (nunca más lo sentiría después de esta experiencia, giles culiaos),
pero allí estaba asustado, no tenía una pistola en mi pantalón y si la hubiese
poseído no era capaz de usarla.
Pero llegamos a la casita, y nos acostamos los tres, Laura, Fernanda
y yo, acariciándonos como perros sin dueño, hasta concretizar los orgasmos de
la noche de un sueño borroso, de esos de los que uno se vanagloria el resto de
su vida con otros contertulios, sin dar más explicaciones qué el hecho de haber
hecho un trío con dos negras exquisitas
que te hicieron ser un faraón egipcio por un rato inolvidable.
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